28 ago 2007

Prólogo

La tradición oral es muy importante en el folklore de una nación. Su influjo es lo que ha logrado levantar, a partir de las cenizas de una colonia, una nación hecha de las macizas espaldas de inmigrantes de todas las nacionalidades, gracias a cuyas bocas herederas, leyendas como la del Tambor de Tacuarí, Las niñas de Ayohuma y La del Pitufo Enrique, han prevalecido hasta nuestros días y aún hoy inspiran a grandes y pequeños de todo el país.
Muchas de estas historias son, sin embargo, inciertas. De la gran mayoría de sus protagonistas se desconoce su procedencia y verdadero nombre, a excepción de aquellos a quienes la generocidad, de ciertas agencias de publicidad bien encaminadas, ha determinado concederles identidades para fomentar la venta de productos que van desde suavizante de ropa de orgásmicas fragancias, hasta neumáticos de calidad superior.
Pero aún así, toda historia tiene un comienzo real, que no tiene por qué ser necesariamente el principio de la historia en cuestión. La de Ninjarg, por ejemplo, tiene su principio en Boulogne hace diecinueve años, pero comienza hace no más de dos.
Es una historia que comienza como todas las historias que valen la pena ser contadas. Y una que comienza muy simplemente, además.
Es una historia que comienza con un asado.

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